No hace falta aclarar que nuestro mundo moderno está marcado por un perpetuo timing que determina el tipo de vida acelerado que llevamos. Dividimos el tiempo en minutos, horas, días, semanas y meses. Dicha partición temporal está efectuada en gran medida sobre la alternancia del día y de la noche. Pero, en el ártico, esta distinción puede desvanecerse por meses enteros. En este sentido, me interesa pensar cómo afecta a nuestra identidad y a nuestra percepción del tiempo el hecho de vivir sin noche o sin día.
¿Qué pasa durante los fenómenos del sol de medianoche o de la noche polar? Cuando el sol nunca se oculta y la oscuridad se vuelve una constante, ¿Qué ocurre con la identidad cuando desaparece esta estructura fundamental del tiempo? Sin un punto de referencia claro ¿Qué determina nuestra rutina? ¿Es posible mantener aquel timing que estructura nuestros días?
Vivir sin Noche y el tiempo como arquitecto de la identidad
La identidad no solo se construye a través de la memoria y la interacción social, sino también mediante la rutina. De esta forma, la luz solar nos marca el momento de ser más productivos y la noche nos invita a descansar. Pero vivir sin noche, como ocurre durante el sol de medianoche, altera por completo ese ritmo natural. El límite se disuelve, mantener la rutina se torna difícil y los días parecen funcionarse en lo que es un ciclo eterno.
En mi caso, no estuve presente en Laponia durante los meses de verano, pero sí durante la noche polar. Si bien vivir en la oscuridad es difícil por la falta de vitamina D y el frío, los locales comentan que es más complicado vivir el sol de medianoche durante el verano. El hecho de que el sol esté posado sobre el pueblo a las cuatro de la mañana, dificulta terriblemente el descanso.



Creo que en el verano, si bien es difícil dormir, se puede llegar a ser más productivo. Justamente, el problema es que la presencia del sol no permite a los locales parar y se formenta más la productividad. Al contrario, la noche polar te coloca en un estado de reposo a pesar de que sean las tres de la tarde. De esta forma, el cuerpo deja de obedecer las mismas reglas temporales que antes determinaban nuestra rutina.
Por un lado, el hecho de que no haya un final y un reinicio claros genera cierta desorientación. En este sentido, el tiempo parece ser una corriente ininterrumpida y todo se percibe como si fuera lo mismo. Cada día, me levantaba y me iba a dormir en el medio de la oscuridad, fueran las nueve de la mañana o las nueve de la noche, el cielo se veía igual.
Sin embargo, esta experiencia me permitió entrar en contacto con otro tiempo de temporalidad que no había experimentado antes. Mi cuerpo perdió aquellos márgenes temporales marcados por el sol y la luna, pero encontré otras formas de enmarcarme en aquel contexto. No era ya la caída del sol, sino el final del día laboral y la cena que compartíamos juntos con mis colegas.
Eran aquellos eventos sociales, aquellas pequeñas rutinas que aprendimos a crear en la oscuridad. El final del capítulo de un libro, un paseo buscando las auroras. Nuevas referencias que nos dieron un nuevo sentido de la temporalidad.
¿Quiénes somos sin la estructura del tiempo?
Vivir sin una separación clara entre el día y la noche nos obliga a enfrentar una pregunta filosófica fundamental: ¿cuánto de lo que creemos ser es simplemente una reacción a los ritmos impuestos por la naturaleza y la sociedad? Si el tiempo deja de organizar nuestra existencia, ¿qué nos queda como punto de referencia?
Tal vez, en ausencia de un tiempo externo, la identidad encuentra nuevas raíces en la experiencia pura del presente. No en lo que viene después, no en lo que ya pasó, sino en lo que es, aquí y ahora. En ese estado, quizás, nos acercamos a una versión más auténtica de nosotros mismos: un yo no dictado por horarios ni obligaciones, sino por la pura sensación de estar vivos en un mundo donde el sol y la noche han dejado de marcar el compás.
El Ártico, con su indiferencia ante nuestros marcos de referencia, nos obliga a replantearnos nuestra relación con el tiempo y, en última instancia, con nosotros mismos. Quizás, al perder la estructura temporal, encontramos una identidad más libre, más maleable, más real.
Un yo líquido y maleable
Cuando el tiempo deja de ser un marco rígido, la identidad se vuelve más líquida también. Sin referencias claras de inicio y final, las etiquetas que solemos adjudicarnos pierden sentido. Ya no importa si te considerás una persona nocturna o matutina, esas categorías no operan en lugares tan extremos del mundo.
De esta manera, la caída del yo habilita espacios para la exploración interior y exterior. No solo debemos crear nuevas rutinas y márgenes temporales, sino también nuevas formas de definirnos. Hay una apertura a nuevas posibilidades de definirnos y de definir a nuestro entorno. Por esto, si permitimos abrazar nuevos paradigmas, emerge una versión más flexible de nosotros mismos.
Alguna vez estuviste en algún lugar sin referencias temporales? Cómo te sentiste? Dejamelo en los comentarios!
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